lunes, 11 de enero de 2010

La Atlantida: ¿Mito o Realidad?



Seguramente, el mito que más intensamente ha pervivido a lo largo de siglos y milenios es el que se refiere a la Atlántida, cuna de toda civilización, que fue tragada por las aguas nadie sabe cuándo ni dónde.

Ahora, recientes revisiones de documentos antiguos y nuevas investigaciones nos sitúan en el trance de aventurar que tal vez no se trate de un mito, sino de una realidad capaz de cambiar el concepto que tenemos de la Historia.

Desde que Platón se refiriera al "continente perdido" en sus diálogos Critias y Timeo, la Atlántida atrapó a los investigadores y curiosos del pasado en la fascinación de su enigma. Entre el mito y la leyenda, su realidad ha dejado huellas en lugares muy distantes del planeta, y recuerdos legendarios en todas las civilizaciones.
Su mítico rastro marca caminos, a través de la Historia, que se dirigen hacia las costas y al fondo del océano Atlántico, caminos que tal vez cono¬cieron los sacerdotes egipcios y "pistacos", como se revela al romper las densas nieblas que envuel¬ven sus cultos ancestrales; caminos que pertenecen a las sendas rectas de los grandes iniciados que levantaron los vestigios megalíticos, las pirámides y las enigmáticas esferas, ya que todos ellos encierran y custodian las claves secretas y el lenguaje del antiguo conocimiento perdido.

Sin duda, los megalitos constituyen uno de los enigmas más desafiantes del pasado. Algunos investigadores opinan que posiblemente fueron erigidos por los supervivientes de la Atlántida. Y, desde luego, el interrogante no deja de ser complejo, porque si no fueron los atlantes, ¿quiénes los erigieron? No importa conocer la respuesta con exactitud; pero sí es importante reconocer que sus constructores poseían unos conocimientos científicos sumamente avanzados. A este respecto, Alexander Thom, profesor de Ingeniería en Oxford, comprobó que, efectivamente, en los conjuntos megalíticos, las grandes piedras estaban alineadas astronómicamente con asombrosa precisión. Fruto de sus estudios fue también el descubrimiento de la que él denominó "yarda megalítica" de 83 centímetros de longitud. Ello demuestra que los constructores de estos monumentos protohistóricos poseían también altos conocimientos de matemáticas.

Sin embargo, lo más extraordinario de este tipo de construcciones es que todos los megalitos que las conforman suponen y revelan el ejercicio de una energía poderosísima, que podríamos comparar a nuestra quinta fuerza. Los megalitos son catalizadores controladores transmisores de esta energía desconocida; distribuidos sin excepción en las líneas de fuerza cosmotelúrica, están orientados en relación a ciertas estrellas, el Sol o la Luna, manifestando en cada caso un poder y una finalidad diferentes, dependiendo ello del astro a que se refieran y de sus propias características estructurales. En algunos casos seguían la línea equinoccial, señalando las entradas y salidas de los solsticios y muy especialmente el pronóstico de los eclipses lunares, así como las revoluciones magnéticas de las manchas solares.

Pero, ¿cómo pudieron ser trasladados esos enormes bloques de piedra desde canteras que se hallaban, en muchos casos, a gran distancia, incluso a decenas de kilómetros? Tal vez emplearon la misteriosa energía a la que antes nos hemos referido. Algunos datos hay que podrían confirmarlo; por ejemplo, en los escritos "coptos" se lee que las piedras de la Gran Pirámide fueron elevadas mediante cantos frecuencias de sonido y varas vibratorias.

Como es lógico, los científicos no aceptan esta posibilidad, porque ello supondria un nuevo enfoque de la Historia. Y, sin embargo, los herederos del antiguo conocimiento poseían algunas de aquellas varas o bastones de poder: con ellas, y con unos míticos transductores que eran conocidos como "huevos de serpiente", lograban controlar esa fuerza poderosa e inagotable a través de los megalitos, seguramente con ayuda de la cualidad conductora del cuarzo; de ahí el interés especial por determinadas canteras. La energía así obtenida y controlada hacía más fértiles los campos, más propicio el clima y más estable el equilibrio ecológico y telúrico, evitándose a la vez posibles desastres capaces de alterar las condiciones de vida del planeta.

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